Por Juan Antonio Corrales
Acabo de tener lo que en jerga moderna llaman un ‘insight’, y que en castellano significa, más o menos, tener un revelación interior. Mi teoría es que los pasos de peatones y sus alrededores crean una especie de zona de influencia donde tienen lugar actos que descubren lo menos bueno de la naturaleza humana. Cerca de ellos los conductores y peatones se alteran, los frenazos se suceden, los acelerones abundan y todo ello hace aflorar una serie de pecados innatos a las personas.
-Distracción: quién no se ha sentido alguna vez abrumado por los problemas diarios, la crisis, la vecina del quinto, el préstamo del banco o, simplemente, ha perdido el sentido de la realidad con una canción que te transporta a lejanos lugares. Un estado de semiinconsciencia que solo se ve alterado por la mirada del viandante (en ocasiones gritos y aspavientos) que ve como sus derechos se ven atropellados por el letargo del conductor.
-Pereza: un bostezo al volante tras la sobremesa anuncia que el conductor no se encuentra precisamente en estado de alerta. Pesadez de estómago, ojos semiabiertos y una caraja de aúpa que desemboca en la situación de siempre: una mano levantada pidiendo perdón aderezada con un poco de vergüenza torera.
-Prepotencia: yo voy en un coche, tú vas andando. Yo corro más, tú menos. Yo me siento protegido dentro de mi búnker motorizado, tú eres un ‘panoli’ que debe tener cuidado porque llevas las de perder. En definitiva, una acto de soberbia que suele aflorar cuando las trayectorias de automóviles y personas se entrecruzan en ese fatídico punto señalado por rayas blancas.
-Ira: cabreo del conductor porque un peatón ha salido de repente. Enfado del peatón porque un automóvil se ha saltado el paso de cebra. Bronca de un conductor a otro por pegar un frenazo en el último momento. En definitiva, un cúmulo de energía negativa capaz de contagiarlo todo y crear una atmósfera que, en términos metafóricos, podría parecerse a la famosa ‘boina’ que cubre Madrid en los días de contaminación máxima.
-Avaricia: acelerar por ganar un minuto más, por avanzar algún metro extra, por alcanzar el semáforo antes de que cambie a rojo, por conseguir siempre un poco más, aunque, la mayoría de las veces, no merezca la pena.
-Gula: llega la hora de comer, no has tomado nada en todo el día por aquello de la operación bikini, tu estómago está que ruge. Sales disparado hacia el restaurante de turno, a casa de tus padres, al Burger de la esquina… y solo ves ese pedazo de comida, en lugar del ‘trozo’ de carne que espera en el paso de cebra.
-Insolidaridad: me da lo mismo lo que pase a mi alrededor, porque yo quiero llegar a mi destino; lo que le ocurra al otro no es mi problema, aunque el ‘prójimo’ también quiera llegar a algún sitio y haya decidido hacerlo andando por razones varias.
Estoy seguro de que todos hemos experimentado alguna vez una de estas situaciones y nos ha vencido alguno de estos pecados capitales. Normalmente nos ocurre porque la persona que está a punto de cruzar es una desconocida para nosotros: no sabemos quién es, no nos une ningún lazo de amistad o familiar con ella, es como una sombra que se aposta en el lateral de la carretera a la cual no le damos ninguna importancia.
¿Mi consejo para ser un poco más respetuoso con ellos? Ponerle cara al viandante, imaginarnos que es un hermano, un primo, un amigo o, incluso, un jefe, el cual, por ejemplo, puede tomar represalias por tan imprudente acto… Sea como fuere, hay que educarse en el respeto hacia el peatón y su lugar de paso preferencial… aunque a veces cueste. Doy fe de ello cada día desde el lado de redactor de pruebas y pecador ocasional.
Fuente: Autobild.es